20091126

"UN GLOBO BLANCO" Por Carlos Javier Dzul



Hace ya treinta minutos que Italia bajó al minisuper y aún no ha vuelto. Fue a comprar condones mientras yo la esperaba en el auto. El auto es un obsequio de su padre. El padre de Italia es millonario y le regala uno cada quince días. Bueno, es un decir.
Hace años, cuando su padre abandonó a su madre, Italia se perforó la nariz y echando a la calle su guardarropa (que parecía un arcoiris), pasó a vestir invariablemente de negro. Eso sí, le cae de madres que liguen su nuevo estilo con el divorcio de sus pútridos progenitores.
Aquí viene. Ha comprado también una botella de ron.
Me sonríe y saca la lengua. Es guapa.
En su casa (un mamotreto de cinco pisos) Italia dispone de un acceso especial, secreto, para que nadie, ni la servidumbre y mucho menos su madre, vigilen a qué hora llega.
Su habitación.
Ya desnuda me pregunta si no extraño a Raimundo.
–Entrevistas no. Ahorita vamos a coger –digo, mientras le acaricio una pierna.
–Qué aburrido –gruñe.
Después de mucho sexo y mucho ron, a Italia se le antoja ir al cine. Hay una muestra de películas checas. La idea me disgusta en alto grado, pero accedo. Tendría que decir que Italia y yo no somos novios. Nos conocimos en una orgía de homosexuales, lo cual habla pestes de nosotros.
En el trayecto al cine (Italia conduce con furia homicida) me pregunta intrigada cómo puedo acostarme con ella si soy homosexual.
–Tienes voz de hombre.
Se avienta a reír. Intencionalmente ignora un semáforo y casi atropella a un señor.
–Estorbo –dice, masticando la palabra. Luego aporrea el claxon como si buscara pulverizar el volante. Se carcajea. Me asusta.
Italia se vive la mayor parte del día en planos de consciencia que ella denomina “superiores”. Es una rara avis que jamás podrá resignarse a vivir en este mundo de imbéciles, o eso quiere pensar.
En el vestíbulo del cine organiza uno de sus tradicionales escándalos. Exige que le vendan palomitas.
–…un paquete para dos y los refrescos más grandes que tenga.
–Aquí es un cine de arte, no vendemos golosinas.
Detrás de nosotros una hilera (ansiosa) de cinéfilos aguarda por entrar a ver la peli. En eso aparece el supervisor.
–¿Qué sucede?
–Este señor, muy fino, que se niega a venderme un refresco.
El supervisor, petrificando el semblante, declara:
–Esto no es cafetería.
–Deberían dar cuando menos agua, para tragarse este ladrillo de película, señor.
–¡Escúcheme bien…! –rebuzna el honorable funcionario, emocionándose, pero ya Italia me acarrea del brazo al interior del auditorio.
Sobra decir que durante la proyección estuvo chocantísima. Criticaba en voz alta los encuadres y corregía los diálogos, insultando al guionista y al director, como si los tuviera enfrente. En repetidas ocasiones los vigilantes se presentaron para amonestarla.
–Es que este churro deprime –se justificaba, jurando tranquilizarse, pero no bien los paladines del orden se marchaban, Italia reemprendía su labor de lanzar improperios. El resto de los espectadores (en su mayor parte inefables vejetes y raros sujetos con facha de beatniks) protestaban a través de murmullos y estornudos fingidos; nadie fue capaz de levantarse y callarle la boca.
La película, como Italia decía, era deprimente, pero en el buen sentido. Desde el primer minuto consiguió inyectarme una tremenda nostalgia; una revoltura de tristeza y aburrimiento.
Contaba la historia de una niña que se moría de ganas por tener un globo, un globo blanco, que en la película es como decir El Cielo, o El Paraíso; por ahí más o menos iba la metáfora. El asunto es que la niña, ¡ay cariño!, tiene un pérfido padre que es más pobre que un discurso político, apenas les alcanza para comer y no hay para globos. Sin embargo, tras esfuerzos casi inverosímiles y más bien ridículos, papi logra hacerse del maldito globo y la niña es feliz durante metros y metros de cinta. Cuando el famoso globo, fiel a su destino, revienta cual sapo, uno cree, uno está plenamente convencido de que a continuación vendrá una escena lacrimógena, o por lo menos reflexiva, es decir, la cúspide del argumento. Nada. La vida en la película prosigue con absoluta normalidad. Resulta devastador. Uno se queda vestido y alborotado con sus propias emociones: un vacío irresoluble a mitad del pecho. Más tarde, cuando la niña pasa de nuevo junto a un globo, sin inmutarse, uno entiende que su alma acaba de morir.
En ningún momento Italia paró de proferir ofensas y un trío de guardias, empuñado sus macanas, nos pidió abandonar el recinto.
Italia hundió sus dedos en mi pelo y dijo:
–Estoy asqueada, ¿nos vamos?
Salimos muy dignos, cual pareja real abandonando su palacio.
Fuimos a un bar. Italia eligió una mesa en el segundo piso. Al poco rato entró Raimundo. Iba con alguien, no nos vieron. Ocuparon un sitio apartado del nuestro, mas no lo suficiente como para no observar que, tras unas cuantas palabras, comenzaron a besarse. El piso tambaleó bajo mis pies, intenté incorporarme, la voz de Italia me detuvo.
–Se ve que aún lo amas –dijo con sarcasmo–. Qué chistoso. Verlo con otro ha de ponerte como hoguera, como pira funeraria, ¿no?
Explotó en risas. Eres una hija de la chingada, le dije. La frase, increíblemente, la ofendió. Permanecimos largo rato en mortecino silencio; qué extraño, fue un silencio que nunca se había dado entre nosotros. Italia, he de suponer, había entrado en una de sus conocidas fases de conciencia superior. Con sádica lentitud se había puesto a destrozar una servilleta.
El mesero arribó y se apostó junto a nosotros, no recuerdo dónde estaba Raimundo en ese momento, no lo vi en el mismo lugar; tal vez, de pronto, se había ido; tal vez quienes se habían marchado éramos nosotros, Italia y yo, y ni siquiera nos habíamos dado cuenta. Ordené sin meditar.
Italia, en cambio, revisó la carta con suprema atención. Parecía que le buscaba las erratas. Por fin desistió, quedándose así, atontada, sin decir ni pío.
El mesero se mostró apurado.
–¿Va a ordenar?
–Sí –respondió Italia con voz temerosa–: un globo blanco, por favor.

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